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La riqueza pictórico-escultórica del oro.

Galeria Lehmann Contemporary

Mayo 2025

Las obras de Lucía Vallejo son polisémicas en sus transmutaciones, en sus envolturas alquímicas, en sus readaptaciones metamórficas provocadas por la materia cambiante. La materia, para la artista, es un eterno redescubrimiento de procesos y contaminaciones, que ordena un flujo continuo de transferencias orgánicas en sistemas simbólicos ideativos. Nada en su obra remite a un continente intransitivo de rigidez, pues, si bien paradójicamente en una primera percepción las piezas pueden parecer sujetas a una calma aparente, una observación prolongada permite reconocer en ellas una irrupción elemental del acontecimiento transitorio de un cambio inesperado, ilimitado e indefinible desde la mirada racional. Joseph Beuys, en un texto cargado de intuiciones antroposóficas, señala en el proceso artístico una necesaria *gesteigerte Wahrnehmung* (percepción intensificada), con el fin de encontrar un espacio intermedio entre la intimidad espiritual y la rudeza material externa. Vallejo vuelve inseparable el proceso simbiótico de fusión entre estas dos mitades, aparentemente tan contrarias, pero tan sistemáticamente reiteradas en su unicidad irreductible. De los opuestos surge una germinación inductiva de un cierto camino prodigioso, donde las contradicciones sensoriales, materiales y racionales se entrelazan en una atmósfera densa, condensada por el impulso de prevalecer sobre la rigidez.
La resiliencia de la materia, en su persistencia espacial y su emergencia autónoma como retrato de la sempiterna conceptualización de su compactación, estructuración y definición formal, se pone en cuestión por el cambio positivo y afectivo que opera Vallejo. En este, mediante el reconocimiento formalista de la materia que se abarca, se inscribe, se inserta, se implica y se indica en una programación no-retentiva, todos los presupuestos se anulan en favor del devenir de lo inusual. Su acción sobre la materia proviene de una configuración compuesta de infinitos sistemas variados para trabajarla, con el fin de imponer en ella un trazo cartográfico de la pulsión deseante de modelar las modulaciones de los relieves, los bordes, el núcleo y las texturas en un todo absolutamente irreconocible. Las obras en tela son residuos derivados de la acción cruciante de trabajar la materia pictórica, abriendo el camino hacia la tridimensionalidad y sugiriendo una prevalencia sobre la antigua estrategia bidimensional de ejecutar la pintura: ambivalencia conceptual. Si Rosalind Krauss define la escultura moderna como un campo expandido, por afinidad metodológica podemos afirmar que la pintura de Vallejo es también una pintura en campo expandido: pintura como exponenciación escultórica, como desdoblamiento tridimensional de la idea rebatida de la planificación. A través de la pintura-escultura, la artista reinventa topologías y ambientes de relieves, surcos, mesetas, aluviones, expresiones geológicas y geográficas en una representación de accidentes matéricos inherentes a la pintura hipertrofiada. Ritmos ondulantes, gestualidades incrustadas en el tejido del lienzo como desvíos irregulares de los vórtices desenfrenados de las impresiones dejadas por la artista en la piel expuesta al ímpetu del acontecimiento, en objetos no necesariamente anamórficos, sino simplemente deducidos de una formación en constante (in)formación. Evidencia más allá de lo mimético de la naturaleza, ya que las obras no reproducen la instancia reproducible de la imagen natural, sino que contienen en sí mismas la esencia de la transmutación de la propia naturaleza, de su germinación como creadora continua de relevos cíclicos.
Lucía Vallejo implica en estas obras una lectura interpretativa relacionada con la simbología del oro y su importancia para las culturas indígenas, en especial la precolombina en la región montañosa de la Sierra Nevada. La artista nos dice que más que un elemento precioso, el oro es percibido como un elemento sagrado, capaz de mediar entre las esferas cósmicas y las fuerzas telúricas, al ser visto como luz hecha materia. Por ello, todas las piezas en exposición están bañadas en pan de oro, como representación conductora de la energía transmitida entre esferas, polarizando la fertilización simbólica de las materias. No es casual que podamos observar las diferentes tonalidades lumínicas del oro, desde el amarillo más rutilante y suntuoso (fuerza vital) hasta las instancias resbaladizas y atenuadas de un cobre más oscuro (fragilidad y transitoriedad de la vida): cosmología fundacional que intermedia entre la inmanencia y la trascendencia, en el reconocimiento de afinidades temporales. Porque si la iluminación simbólica y preciosa del oro nos remite a una ancestralidad de elevada persistencia mítica, también hay un componente barroco explorado por Vallejo en el tratamiento matérico y formal de las piezas exhibidas. Tanto en las formas del vidrio de Murano, que simulan el aspecto irregular de una perla, con su envoltura lujosa y cargada de voluptuosidad, como especialmente en los tejidos arrugados, estrujados por fuerzas implacables que representan de manera análoga los pliegues —las dobleces enredadas en secuencias indefinidas y multiplicidades ilimitadas de curvaturas— de los ropajes escultóricos trabajados por Antonio Corradini o Giuseppe Sanmartino en la aplicación de una cobertura metamórfica sobre la piel velada, observamos un acto conductor que refuerza la luminosidad de la riqueza polivalente. Suntuosos y majestuosos en su complejidad son los ropajes pictóricos de Lucía Vallejo, en la incongruencia de su propósito: una pintura ejecutada para ser hápticamente envuelta en el toque sensorial de la escultura, en una tonalidad pensada para tejer redes de ínfimas fluideces de la riqueza matérico-poética del objeto, simbólicamente de devoción y ostentación.
Rodrigo Magalhães

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